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domingo, 10 de enero de 2016

Amanece, que no es poco


Llegaba Zidane al primer equipo y ya empezaron a clarear las sombras, porque en eso se había convertido el Madrid: En un equipo oscuro, mucho más gris que su segunda equipación y con un ambiente en la afición más negativo que los grados del termómetro en Siberia. Zidane transmitió desde el primer momento mucha alegría pero no euforia, buen rollo pero no pusilanimidad, y simplicidad sin caer en el simplismo. Habló de tener cercanía y «dar cariño» a sus jugadores pero también de que el trabajo, el grupo y no la individualidad serían con él lo más importante; dijo que jugaría la BBC, que Cristiano seguiría tirando las faltas pero también que todos deberían defender sin balón: Una de cal y otra de arena con una sonrisa en la cara y un mensaje sencillo y sin dobleces.

El mundo del fútbol es puñetero y estar al frente del equipo más grande del mundo es una labor casi más propia de un héroe homérico que de un simple mortal. A Benítez ya se le había destituido incluso antes de tomar posesión de su cargo: No hay más que echar para atrás en esos timelines de la parra del Señor y leer los epítetos que recibía de buena parte del madridismo. Después, aquellas lágrimas en su presentación y un par de coscorrones bien dados a la prensa mejoraron en algo su posición, pero todo se fue al garete tras el revolcón ante el barça y otros partidos —por llamarlos de alguna manera— que ya todos conocemos y de los que prefiero ni acordarme. Al final, los resultados mandan y los del equipo con Benítez al frente fueron, como diría Rajoy Junior, manifiestamente mejorables.

¿Quién tuvo la culpa? ¿El técnico? ¿Los jugadores? ¿La junta directiva por ficharle? Yo creo que un poco de todo eso habrá, porque huyo de maniqueísmos, pero lo cierto es que si un técnico no logra conectar o generar empatía con sus jugadores, mala cosa. Para mí, la labor de un entrenador no es poner firme a un vestuario (en ese caso, Chuck Norris sería el mejor entrenador del mundo), sino conseguir que ese grupo humano rinda al máximo, sea a base de «cariño», latigazos, de videos tácticos o, seguramente, de las tres cosas según proceda en cada momento. Y en ese caso, supongo que si no consigues saber a quién y cuándo aplicar una u otra opción, estás perdido, y algo de eso parece que hubo en el caso de Benítez. Pero volvamos al francés, que el fútbol tiene poca memoria y las esquelas deportivas duran lo justo.

Más allá de las buenas sensaciones iniciales, debía Zizou comenzar con buen pie su andadura en el Bernabéu porque la cosa no estaba para mucha paciencia. De hecho, la paciencia en el Bernabéu es como un cubito de hielo en medio del desierto: Un hallazgo improbable y, en cualquier caso, fugaz. Pero no hizo falta recurrir a paciencias: Zidane, cómo César, vino, vio y venció. Y además, convenció. El equipo mostró dinamismo, alegría en el juego y profundidad por las bandas. Benzema inauguró y cerró el marcador, desplegando un juego a prueba de haters; Bale —ese chico que no sabe jugar al fútbol, como dijo Segurola—hizo un maravilloso partido en que volvió a dejar detalles —aparte de tres goles como tres soles— de auténtico jugador top; Carvajal muy bien por su banda y Marcelo desequilibrante por la suya; Modric y Kroos parece que vuelven a tomar la batuta de la orquesta del centro del campo y Cristiano, aunque no marcó, estuvo muy cerca de hacerlo y realizó un buen partido. En definitiva, una manita endosada a un Depor que también tuvo sus ocasiones y que desnudó algunas carencias que todavía arrastra el equipo en defensa. Nada perfecto bajo el sol, pero miren: Pasar de la noche al mediodía en sólo un partido es imposible. De momento amanece en el Real Madrid, que no es poco.

martes, 17 de noviembre de 2015

El victimismo culé y la histeria madridista


Si hay algo que caracteriza bien a toda esa amalgama culé compuesta de club, afición y prensa, es su victimismo a prueba de realidad. Las evidencias, los hechos, los datos… poco importan: El culé vive inmerso en una paranoia mitológica, un ecosistema de la estupidez que ha decidido poblar con variopintos personajes tales como Franco, Aznar, Gallardón, Florentino y otros muchos, que bien a título individual o conformando una rocambolesca cadena (Florentino—Aznar, Aznar—Rajoy, Rajoy—Gallardón, etc…), van transportando el testigo de la conspiración de uno a otro hasta llegar incluso a los magistrados de nada más y nada menos que la Audiencia Nacional. Y cuando no se citan nombres y apellidos concretos como los anteriores, el culé recurre entonces a esa abstracción denominada «Madrid» ( «Madrit» para ser exactos) y que es el epicentro del engranaje victimista del —siempre en minúsculas— barça. «Madrit» es, efectivamente, un cajón de sastre en que cabe toda la retahíla de males que pueda acontecerle a los azulgranas: Desde una investigación judicial por un delito fiscal, la sanción FIFA por el asunto de las fichas de los menores, la concesión de un Balón de Oro a Cristiano, algún fuera de juego no pitado, o una tarjeta amarilla… todo es culpa de «Madrit». Igual que antaño todos los caminos conducían a Roma, todas las infamias conducen hoy a «Madrit» en el mapa de los desvaríos azulgranas. Ese infantilismo grotesco es el que rige el pensamiento —por llamarlo de alguna manera— azulgrana. Se me dirá con razón que no todos los culés son así, y que en toda generalización hay algo de injusticia, y acepto ambas enmiendas, pero estoy absolutamente convencido de que esta y no otra es la corriente imperante tanto en el club como en sus sicarios mediáticos y en el barcelonismo militante en las redes sociales.

Y si este —el victimismo— es la nota característica del culé, el madridismo presenta otro rasgo no menos grotesco, desgraciadamente: La eterna histeria madridista. Lo definiría como un permanente estado de canibalismo; una predisposición a devorar a los tuyos. Es una rabieta de niño chico, un soltar las riendas de la visceralidad para intentar aplacar la frustración de algún contratiempo —real o imaginario—; y una vez que se sueltan esas riendas, lo que galopa desbocada es la estupidez. A los jugadores en sus malos momentos en lugar de arroparles, se les despelleja; en vez de animarles, se les insulta; y en lugar de intentar que superen el bache, se les quiere enterrar en él. Y encima se pretende que esos mismos jugadores sientan una sincera y profunda conexión afectiva con una grada que hoy los proclama héroes y mañana los crucifica. ¿Quién puede tomarse en serio los afectos de gente así? Suelo decir que si existiese una peña madridista llamada Judas Iscariote, tendría un asombroso número de seguidores.

¿Y esto quiere decir que no se pueda criticar y que haya que decir que todo es fantástico y estupendo? No. Yo entiendo, justifico y apoyo la bronca que por ejemplo se llevó el equipo tras aquél infausto 4-0 en el Calderón en que se dio esa imagen lamentable de rendición anticipada, un bajar los brazos inadmisible en el Real Madrid. O sin ir más lejos, esos quince últimos minutos en la reciente derrota ante el Sevilla. O también las protestas más que justificadas contra un Iker Casillas crepuscular que durante dos o tres años fue un festival continuo del cante jondo y que llegó y se plantó un día ante Iñaki Gabilondo, en una entrevista que sabía sería oída y escuchada por millones de seguidores y dijo que prácticamente no necesitaba entrenar, que con el talento innato le alcanzaba. Le faltó decir que bailaría claqué sobre un campo minado antes que pisar un gimnasio. Pues mira majete, por ahí va a ser que no.

Pero una cosa es esa, y otra pitar a un jugador porque lo intente y falle. Para mí, alguien que entrena bien, que se esfuerza y que lucha, merece el apoyo, el respeto y el cariño de la afición, esté más o menos acertado. En eso creo que tenemos mucho que aprender de la Premier, donde muy a menudo es en las horas más bajas de jugadores —o entrenadores— cuando con más fuerza se les empuja desde la grada. Aquí no. De hecho, a veces no sé ni qué falta hacen los técnicos cuando tenemos disponible en twitter a coste cero una legión de entrenadores, preparadores tácticos, físicos, fisio y psico-terapeutas e incluso hasta videntes, todos licenciados en Harvard, Yale y Oxford y con quince Champions cada uno, supongo. Un twitter que entra en ebullición contra los periodistas por querer hacerle las alineaciones al Madrid o por elucubrar e inventar pero que después replica esas mismas prácticas a diario en su timeline. Se critica a la prensa, sí, pero he leído cosas en twitter que ni Meana, Relaño y Burgos juntos escribirían tras comerse un sandwich de peyote.

Y es en ese estado histérico cuando cualquier información publicada con intención de avivar las llamas de la polémica es inmediatamente dada por buena, aunque diez minutos antes el mismo sujeto que da por bueno el rumor haya tachado de embustero al medio en cuestión por otro asunto. Al final, la credibilidad que damos a una «noticia» acaba fundándose en los prejuicios, simpatías y antipatías de cada cual antes que en un sano escepticismo e intento de comprobación o, al menos, un juicio crítico sobre lo que se nos presenta ante los ojos en forma de titular. Muchas veces ni siquiera leemos o escuchamos las declaraciones íntegras de un jugador o entrenador sino que nos quedamos con una frase aislada y llamativa que el periódico ha escogido por nosotros,que la aceptamos sumisamente y así nos va. Se aprovecha de ello esa parte despreciable del periodismo a la que denomino habitualmente «Periobasurismo» para mantener su modelo de negocio y sus malas artes. Pero eso es otro tema y hoy no toca ni quiero aburrirles.

Miren ustedes: El Real Madrid es el club más grande del mundo en todos los sentidos, y requiere una afición exigente para mantener esa tensión competitiva que su propia historia impone sobre sí y sobre quienes en él militan. Lo que no necesita es un festival psiquiátrico de la histeria con cada contratiempo que surja. Histórica exigencia sí; histérica no.